lunes, 3 de noviembre de 2008

Palabras

No hace mucho, mi buen amigo Màrius Serra (www.verbalia.com) me decía que, igual que ocurre en el mundo de las matemáticas, en lingüística también existe la ley de la compensación, y como prueba de ello ponía encima de la mesa –es un decir, aunque hubiera sido posible- algunos ejemplos a través de los que se veía que la lengua ha sido capaz de acuñar expresiones populares cuyo significado nos lleva a la posibilidad de afirmar una cosa o su contraria. Tal es el caso (aunque bilingüe) de la que traigo ahora a colación. De la misma forma que en castellano existe la posibilidad de afirmar que “el hábito no hace al monje”, en catalán podemos decir que “el nom fa la cosa” (el nombre hace la cosa). Con ello, como se puede suponer, lo que se pretende es dejar claro que las cosas no se expresan porque sí y que, además, están condicionadas, aunque sea ligeramente, por la palabra que las expresa.

Posiblemente no hubiera reparado en ello ayer de no haber sido por una noticia aparecida en diversos medios de comunicación en la que se hacía referencia a la aparición del último libro de Pilar Urbano cuyo contenido expone una serie de conversaciones de S.M. (que no falten las siglas) la Reina acerca de los más diversos temas. Una especie de confesión regia.

A uno, que es como es y más si dispone de un rato de asueto aparente como es un viaje BCN-MAD, no se le ocurrió otra cosa que leer lo que decía la noticia e, involuntariamente, reparar en que las palabras (casi) nunca son gratuitas. En la noticia se decía que la Reina (S.M.) entre otras cosas, había expresado su opinión acerca de muchos temas (Obama, matrimonios gay –“no estoy en contra, pero que no le llamen matrimonio” venía a decir– eutanasia, aborto…) Muchos temas que, lógicamente generaron respuesta. No obstante no son estos a los que quiero referirme, aunque es evidente que la Confesante tenía claro el valor de las palabras, vista la petición que hacía con referencia a la cosa matrimonial.

En un pasaje de la noticia, el periodista hacía referencia a otras palabras que había pronunciado no la Reina (S.M.), sino su Marido (S.M.) el Rey. El texto contaba cómo –siempre según el periodista, según Pila Urbano y según S.M. – en una ocasión el Rey de Marruecos había invitado a S.M. el Rey de España a visitar Ceuta y/o Melilla con la promesa de darle un recibimiento caluroso como él merece, a lo que la respuesta fue (aproximadamente) “Cómo me vas a dar la bienvenida a una tierra que es mía”.

¿”Mía”? Aquí es donde el nombre hace la cosa. Aquí es donde la comunicación real se hace patente. Mía expresa posesión. A todas luces es una forma de expresar que algo no “nos” pertenece, sino que “me” pertenece. Y también a todas luces, no es lo mismo “mía” que “nuestra”. Cuando hablamos, y más si nuestra responsabilidad es la de ejercer de máxima autoridad de un país (casi) nunca decimos otra cosa que no sea lo que queremos. Menos si se trata de un espacio en el que se ha ejercido el derecho de lectura y de rectificación. Un territorio nuestro es un proyecto en común. Un territorio mío es un cortijo a nombre propio.

Las palabras no son sumas de letras. Son contenidos andantes que, una vez puestos en circulación, difícilmente pueden ser detenidos.

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